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martes, 6 de junio de 2017

La arena Isabel, sueño de mis sueños

Mis padres nunca me inventaron cuentos para evitar una conversación incómoda. No tengo recuerdos de haber creído en Santaclós o en los Reyes Magos, desde pequeño supe que los bebés no vienen de Francia sino de un lugar menos glamoroso, y la primera vez que fui a las luchas, mi padre me dijo que todo estaba planeado ya, que íbamos a ver la coreografía. Yo tendría como seis años cuando ésto pasó y nunca había escuchado la palabra coreografía afuera de la danza así que desde entonces siento que ir a las luchas es como ir a ver una especie de ballet en el que se puede gritar “Puto”.
En ese entonces yo vivía en Cuernavaca, y todavía existía la nostálgica Arena Isabel, sueño de mis sueños. A través de  los años vi cómo esa arena iba siendo consumida poco a poco por la senescencia, hasta que un día cerró. Tengo lindos recuerdos de ese lugar, una vez fui a ver al mítico Octagón, ese día escuché a una persona que vociferaba una bola de insultos que quise anotar de inmediato. Por supuesto que conocía todas las palabras que este hombre estaba pronunciando pero nunca se me había ocurrido hilarlas de esa forma.  Quise ver al dueño de esa voz aguardentosa con tanta elocuencia para la vulgaridad pero cuando me volteé, el señor no estaba diciendo nada. Fue por casualidad que viré mi cabeza y vi a una señora sentada, no, no sentada: desparramada en su silla. Mientras calculaba el número de personas que serían necesarias para levantarla escuché que gritó una bola de insultos y me di cuenta que era ella, no un señor, quien gritaba tan gloriosas imprecaciones. A partir de entonces y gracias a ella, encontré belleza en cualquier uso de la palabra, incluso el que mi madre me prohibía usar. Si no se ha muerto de diabetes, de un paro cardiaco o de alguna otra cosa, muchas gracias, señora.
En ese entonces la Chavela (nombre informal de la Arena Isabel) era gloriosa, se vendían muchas entradas y se llevaban a cabo peleas importantes. Recuerdo que mi tío, que era al que más le gustaban las luchas, era el que compraba las entradas para que fuéramos todos juntos y que, por pura casualidad (estoy seguro) siempre terminaba sentado al lado de donde bailaban y se paseaban las  edecanes.

Una vez invité a una amiga a última hora a ver la pelea de Sangre Azteca contra El Valiente. Dijo que sí y se subió a un taxi. Ahora, no quiero dar la impresión de que me la pasaba en ese lugar ni nada parecido, me divertía mucho en las luchas pero nunca seguí el deporte con tanto entusiasmo, así que no me vayan a preguntar nada. En fin, cuando mi amiga llegó al lugar, se despidió del taxista, que gritó algo ininteligible y siguió su camino. Ella me contó que al subir al carro le dijo que iba a la arena y el taxista resultó ser el señor más aficionado a las luchas en todo Cuernavaca. Estadísticas, fechas y todo y la informó acerca del combate que estábamos a punto de ver. En ese entonces la Chavela ya no era tan concurrida, estaba perdiendo brillo pero todavía no se veía enferma.
La última vez que fui, la arena había perdido su gloria. Todo lucía descuidado y cuando una de las edecanes dio su vuelta por el cuadrilátero levantando el letrero del número de caída, vimos que era una muchacha muy pasada de peso usando un bikini muy ceñido, caminando con disgusto y malencarada. Todo bien, no tengo nada en contra de su sobrepeso, quizás sí su andar de “Odio a todos”. Pero tengo un punto, en serio. Cuando uno es parte de una multitud, siempre puede escuchar el barullo general que hacen todos, y por más que uno grite, una sola voz se pierde en el mar de ruido, pero en algún momento todos se callan y una persona que esté atenta puede gritar y hacerse oír por todos claramente. Esta persona fue un niño (o una niña), todos nos callamos mientras la edecán daba su desfile con un caminar desganado, el niño gritó (con una voz sumamente aguda y tierna) a todo pulmón: “¡Gorda!” La risa estalló y hasta levantó algunas telarañas del suelo.
Esa última vez, la arena sí se veía mal. Como si la que hubiera luchado hubiera sido ella y hubiera perdido. El lugar estaba descuidado y casi vacío, los camarógrafos hacían maromas para sólo mostrar lo presentable del lugar y en general se veía como un lugar mal envejecido. Qué mal te trataron los años, Chavelita.