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martes, 6 de diciembre de 2016

Diez pesos le vale, diez pesos le cuesta

Si usted tiene la suerte de usar el metro de la ciudad de México y ser de los privilegiados usuarios que va sentado, podrá apreciar toda la gama de sonidos y de discursos que los mercaderes ambulantes ponen a su disposición. Podrá escucharlos y verlos igual si va de pie, pero en ese caso va a tener que quitarse cada vez que ellos pasen a su lado y es posible que eso se vuelva desagradable muy pronto.
En realidad los discursos no son tan variados. Casi todos los vendedores anuncian sus productos del mismo modo, misma cadencia, mismo tono, incluso, si uno cierra los ojos durante todo el viaje, parecería que es la misma persona la que pasa vendiendo un producto, luego se sale y vuelve a entrar un par de estaciones después ofreciendo otra cosa. Una frase que se repite mucho es “diez pesos le vale, diez pesos le cuesta” o “No lo pague a precios excesivos como son...”, “yo no lo vengo a asaltar, yo no le vengo a  robar”.
Estas personas venden de todo: audífonos de la marca aifon, chicles, chocolates -después de anunciar estos últimos, aclaran que tienen la fecha de caducidad impresa, como si no se tratara de algo obligatorio para estos productos-, cremas, -con o sin marihuana- recetarios, libros para colorear, libros pirata -sí, libros pirata- plumas, guías de estudio, lámparas, separadores, discos con música, memorias USB y un rotundo etcétera. Lo que no me deja de sorprender es que hace un par de años que prohibieron a estos vendedores en los vagones del metro, y por un par de meses no se les podía encontrar. Mas al cabo de un tiempo, volvieron y ahora simplemente se ocultan al ver a un policía -y no tan discretamente como uno pudiera esperar- o de plano no les importa mucho.
Recuerdo todavía al muchacho con una mochila de esas que traen bocina integrada. Estaba llena, rebosante de discos mp3 con todos los éxitos de nosequé género y cuando fue interrogado por un policía, este muchacho se defendió diciendo que no estaba vendiendo nada. Simplemente brindaba un valioso servicio social amenizándonos el viaje a todos los pasajeros con su bocina y los discos que cargaba. Ahora, cuando el policía le puntualizó que en la mochila había, algo así como cien copias del mismo disco, todos con la misma envoltura de papel mal impreso, el sujeto dijo que eran inocentes, puras copias de repuesto, ya saben, por si algo le pasaba al disco que todos escuchábamos tan gozosamente. No quisiera dios que se fuera a rayar o algo y los pasajeros dijeran “oh no, es el final de tan gloriosa música”.
El policía lo dejó ir por falta de pruebas, pese a que la obviedad del caso era insultante.

Pero los vendedores no son los únicos que pueblan el vagón del metro. Muchas veces son pordioseros que te cuentan una historia larguísima de por qué, a pesar de que tienen todas las ganas del mundo, no pueden trabajar, pero que gracias a gente caritativa, ellos siguen viviendo, de puras limosnas. Algunas historias son más intrincadas y otros no se molestan en inventar algo y nada más pasan pidiendo dinero o cantando y con la mano estirada. Yo no tengo buen oído musical así que cuando se suben los que cantan y estiran la mano, no me molesta tanto. Pero una vez vi a un señor bien trajeado con el estuche de un violín en la mano. Seguro iba a una presentación a un ensayo. De repente se subió un muchacho y comenzó a cantar una canción cuya letra, hasta la fecha no he podido descifrar, pero dice algo que un marcianito. El caso es que al señor trajeado le bastó escucharlo por dos segundos para poner una cara de dolor tan clara, que parecía que se iba a desmayar ahí mismo. La interpretación del cantante de metro le pareció tan oprobiosa, que se precipitó hacia él con un billete de cien pesos, lo colocó en su mano y le dijo: “Es suyo si deja de cantar inmediatamente”. Error. El cantante del metro sonrió, se calló y sacó su celular. Seguramente mandó un aviso de “hay un loco que les va a dar dinero si cantan mal” porque  después de teclear un rato, bajó en la estación siguiente, en la que se metieron dos muchachas y comenzaron a gritar -diría que cantar pero, lo juro, eso no puede llamarse canto- alto y desafinado, la misma canción. Al llegar a la otra estación, salí corriendo y pude ver que el señor trajeado salía conmigo. Me miró y, como si se disculpara dijo: “Creí que era buena idea. ”