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miércoles, 1 de marzo de 2017

La brújula rota

Todos tenemos talentos que nos hacen sentir orgullosos. Quizás los adquirimos gracias a un gran esfuerzo, práctica constante y mucha tolerancia a la frustración. Otros se sienten más naturales, como si fuera una función que nuestro cuerpo estuviera casi predeterminado a hacer. Por otro lado están las habilidades que nos encantaría tener y que, tal vez porque no hemos practicado lo suficiente o porque no nos hemos dado el tiempo de ejercitar, las vemos lejanas al punto de que se vuelven una manchita en el horizonte.
Una de esas cosas en las que soy tan malo de un modo casi brillante es la ubicación. Cada que voy a probar un camino nuevo, tengo que estudiarlo en un mapa, hacer un par de notas en algún papel que tenga a la mano, y aún así puedo perderme. Es una cualidad molesta, que se puso verdaderamente de manifiesto hasta que fui un adulto.
Como crecí en Cuernavaca, me sabía las calles de memoria y no había que ubicarse demasiado.
Cuernavaca era una ciudad pequeña que, con los años, creció mucho, pero en lugar de volverse grande se volvió amontonada. Como un niño que, tras comer mucho, enorga pero sigue chaparro. Las casas encima de las otras y las calles tuvieron que construirse “sobre la marcha”, sin ningún tipo de planeación y algunas sin banquetas siquiera. Hay lugares en esa ciudad donde al pasar de un lado al otro, me siento como esos tipos en las películas que se van por el borde de un edificio, en un piso elevado y próximos a caerse, caminando de lado y con las manos y el peso apoyado en las espaldas.

Los ruteros (a los autobuses de transporte público los llamamos rutas, y los que los operan son ruteros) conducen sin importarles la vida de sus pasajeros, ni la de los peatones, ni de la de los otros conductores, ni la propia. Kamikazes sin meta que nos dan una idea de lo que ha de haber sentido algún enemigo frente a los elefantes de Aníbal.



Pero en fin, volviendo al tema en cuestión, si alguien nace en una ciudad tan embrollada como lo es Cuernavaca, podría suponerse que esta persona desarrollaría un sentido de la ubicación privilegiado. Sin embargo, y hablando de mi caso y nada más de mi caso, mi teoría es que, como muchas de estas calles se desarrollaron improvisadamente (por no decir al garete) terminan con una disposición que no tiene sentido. No hay muchas calles rectas, los números de las casas parecen puestos arbitrariamente, en fin, uno no puede deducir caminos tan fácilmente y tiene que usar la memoria. Fue después de que me mudé de Cuernavaca que empecé a usar las palabras: sur, norte, este.
Lo bueno es que ahora, en la ciudad de México no conduzco un auto. Porque de plano, con los precios de la gasolina, ya habría caído en la miseria. Lo peor que puede pasar (y pasa seguido) es que me pierdo en la ECO bici. Es casi rutinario, la última vez di vuelta a la derecha en Paseo de la Reforma buscando el Ángel de la independencia. Seguí de frente con singular alegría hasta que avisté el Auditorio Nacional. Lo bueno, repito, es que iba en la bicicleta y sólo di la vuelta en U y seguí pedaleando.
Si hubiera ido en coche lloraba: además de que había un tránsito pesado (que bien podría ser redundante decirlo, es el DF) nunca sé dónde dar la vuelta, en qué puente meterme, dónde gritar “Ábrete Sésamo”...
En fin, hay cosas en las que las personas son buenas o malas. En ocasiones muy buenas o muy malas. Creo que mi brújula interna debe de tener una falla, pues mi habilidad para perderme es tal, que en otro siglo hubiera descubierto un continente.